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El arte embalsamado

Jose Manuel López / Tren de sombras / revista de análisis cinematográfico – Verano 2006

« La imagen de las cosas es, de la misma m- anera, la imagen de la duración de éstas, modificadas, momificadas por así decirlo » André Bazin

Mientras esperamos la improbable oportunidad de acceder a Une Visite au Louvre (2004), la última obra de los Straub -ejemplo paradigmático de cineastas invisibles debido a los parcos designios de la distribución -, La Ciudad Louvre es una inmejorable ocasión para penetrar en el museo parisino, representante egregio de estas modernas ciudades-estado, y atisbar su compleja organización interna, la febril actividad de sus trastiendas o las variadas ocupaciones de sus legiones de empleados. Las primeras imágenes del filme de Philibert transcurren – elección que no parece casual – en la densa oscuridad de uno de los almacenes donde duermen gran parte de las 300.000 obras que el Louvre tiene en su catálogo mientras la linterna de un operario va descubriendo para nosotros sus tesoros ocultos, casi olvidados. Los mouseion nacieron como templos consagrados a las caprichosas musas y parte del carácter sacramental de aquellos grandes edificios dedicados al estro y la sabiduría ha pervivido hasta nuestros días. A medida que durante la proyección más y más atestados almacenes nos eran mostrados, no pude evitar pensar que en pocas ocasiones habría resultado más pertinente la idea baziniana de la momificación de lo filmado provocada por el aparato cinematográfico que ante La ciudad Louvre y su celuloide repleto de obras dormidas, restos embalsamados doblemente fijados fuera del tiempo.

Más allá de aspectos organizativos sobre el funcionamiento interno del museo, lo que llamó mi atención de La Ciudad Louvre  fueron las sugerencias que contiene sobre la descontextualización de la obra artística y el papel de los museos como albaceas del arte que atesoran obras a medio camino entre la necesaria conservación del patrimonio y el desaforado coleccionismo para finalmente privarlas, con demasiada frecuencia, de su único fin: el de ser mostradas. En la actualidad asistimos a una manifiesta “cosificación” del arte provocada por el pensamiento sustancialista que separa el producto de la corriente dinámica en la que fue creado. Personalmente, no entiendo el objeto artístico como el producto resultante expuesto en los museos sino como el constructo nacido de la azarosa mezcla entre aquel y la idea que le dio impulso, entre su contexto – esa corriente dinámica en la que se enmarca – y su manufactura. Para quienes así opinamos ya resulta difícil entender el arte como experiencia ceñida a un edificio que en la actualidad parece casi más importante que su contenido, pero si además pensamos en alguna de las casi 300.000 obras que reposan en los almacenes del Louvre hemos de preguntarnos si aún pueden seguir siendo consideradas objetos artísticos en el limbo en el que habitan.

Este proceso de privación funcional se mueve en sentido contrario al que, a comienzos del pasado siglo, recorrieron Marcel Duchamp (1887-1968) y sus acólitos, que con el Ready-made despojaron objetos de su función original y/o los modificaron para darles una nueva existencia como objetos artísticos, ya fueran de uso cotidiano (el famoso urinario reconvertido en fontana) u objetos “elevados” privados por la acción del artista del peso de su trascendencia y significación cultural e histórica (la no menos conocida Gioconda con bigote). Con su irreverencia pretendían poner en discusión el papel del arte y los museos en la sociedad de la época aunque, paradójicamente, acabarían contribuyendo a su masificación. A este respecto, no estaría de más plantearse si el proceso de producción artística puede continuar hasta el infinito dado el ritmo endiablado que caracteriza a estos tiempos de democratización artística.

Mientras veía La Ciudad Louvre  y las repletas catacumbas del museo parisino me asaltó la idea de la ilusoria seguridad en la que vivimos los seres humanos que consideramos nuestra vida falsamente estable, nuestras obras ilusoriamente eternas, preguntándome cuál sería el cataclismo – provocado o no por nuestra estupidez, ésta sí eterna – que borraría tantos siglos de Historia cuidados con mimo casi malsano, devastando así el saco sin fondo en que estos sacralizados templos contemporáneos del arte convierten sus colecciones. Al fin y al cabo, según han dicho recientemente los propios expertos del Louvre, a la Gioconda (sin bigote) le quedan, a lo sumo, otros cinco siglos de vida. ¿Existirá por aquel entonces el arte tal cual lo conocemos?

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