Después de la explosión

Frédéric Strauss / Les Cahiers du Cinéma n° 511 – Marzo 1997

Lo de menos (La moindre des choses). Un prado a la orilla de un bosque. Están ahí, salvajes y como ausentes de todo, zombis bajo un sol de justicia, inmortalizados en la luz aplastante de una especie de terrible eternidad. Es así como los descubrimos y así les dejaremos, con esta imagen, a los locos. Entre tanto, habrá habido una película, como un paréntesis, abierto y cerrado sobre esta certeza: la locura, ese bloque de tiempo, de luz petrificada y cegadora, está ahí donde no se puede entrar, con la intención (malsana) de ver a qué se parece o con la esperanza (generosa) de suavizar el dolor. Es un peso que no podemos llevar por los que lo soportan. O estamos fuera o estamos dentro. Pero, abrir un paréntesis en esta certeza, es lo de menos. Para Nicolas Philibert, Lo de menos es, por tanto, un carril de vía estrecha. En un primer momento, rechazado por la locura, que le devuelve su carácter infilmable en forma de cliché a la vez impresionante, paralizante y desesperante (los zombis), el cineasta hace frente a esta imposibilidad, no trata de salvarla filmando, por ejemplo, el marco de la locura. La clínica de La Borde, en donde se ha rodado Lo de menos, es, sin embargo, el lugar en donde la cuestión de los cuidados psiquiátricos encuentra diferentes respuestas, más allá de los clichés precisamente, y abandera ideas que sería apasionante ver en la práctica. Las veremos, de hecho, pero fuera de contexto, casi fuera de campo, sin comentario y sin que el “seguimiento de los pacientes” juegue un papel eje en la mirada. Lo de menos empieza, por tanto, ahí donde el cine ha perdido sus marcas y ya no puede caminar siguiendo sus propias huellas: ni documental sobre la locura, ni documental sobre la institución psiquiátrica, la película tiene que encontrar otra razón de ser frente a los que han perdido la razón. Magnífico proyecto, modesto y ambicioso a la vez, y que se desarrollará así, con una humildad que marca la más alta aspiración y con fe en esta humanidad cuyo cine puede revelar la belleza.

En La Borde, Nicolas Philibert abre un espacio posible para la película, centrándose en una cosa sencilla que, tocada por la mirada, se convierte en una hermosa victoria: la presencia. La presencia, es lo que escapa a la locura, y la locura está ahí donde se escapa la presencia de los internos de La Borde, ahí en donde se pierden sin previo aviso. Poco les importa entonces que les filmen en este exilio que imaginamos como un abismo de angustia y desolación, ya no están allí. Nicolas Philibert combate esta indiferencia, esta impasibilidad, porque pone, en el gesto de filmar, más que cualquier otro cineasta quizá; es precisamente la voluntad lo que importa, de ambos lados de la cámara, eso es lo que da presencia. Lo de menos, guiado por esta exigencia mínima y esencial, sigue el movimiento continuo, cada vez más amplio y extremadamente hermoso, de una victoria ganada, instante por instante, a la ausencia, a este haberse ido de la locura. Cada rostro mirado aparece cada vez más habitado, cada persona que surge ante nosotros lo hace en un momento dado frente a sí misma. Toda la película narra este advenimiento de la presencia, como una historia que se escribe con pena, con felicidad. Del hombre barbudo con el pelo de punta, nos preguntaremos hasta el final si estaba o no estaba presente, si estaba encerrado en sí mismo por mal humor crónico, o si seguía encerrado fuera de sí mismo por el dolor. La escena en la que le recortan la barba aporta una intensidad terrible a este enigma: Philibert capta el momento en el que la máscara del hombre está a punto de caer, en donde se va a descubrir quién es realmente, pero este momento es fugitivo o fugaz, inescrutable. Y cuando un chico joven, al que siempre hemos visto lejos de todo y de todos, se vuelve de repente hacia la cámara y le pregunta a Philibert si está rodando en blanco y  negro o en color, vuelve a caer la máscara de la locura, por un momento sólo. Este espacio, que la película abre una y otra vez; este momento, que hace durar cada vez más, hasta recibir la realidad de vuelta, a través de las palabras de Michel: le dice “flota un poco”  (pero que no tenga miedo porque “en La Borde, estamos entre nosotros y  tú estás entre nosotros ahora.” En esta estrecha vereda, Lo de menos trabaja la mirada en profundidad para revelar, entre la locura, protegida de ella, el lugar ocupado por esta presencia compartida “entre nosotros”.

(…)

Lo que más desconcierta, continuamente, en Lo de menos, es la sensación de que los habitantes de este mundo de la locura no tienen nada, ni puntos de referencia que les pertenezcan (la “estructura” de La Borde les proporciona algunos), ni refugios propios (salvo el mismo para todos, esta “estructura”), ni bienes (tan poco centrados en la idea de la propiedad, desposeídos de sí mismos), ni nada. Por este motivo, oyendo sus propias palabras, la película se niega a ejercer su poder: se pertenecen a sí mismos, nunca se ven acuciados por preguntas, nunca se ven atrapados en la lógica de una investigación, nunca se ven forzados a una confesión, nunca obligados a hacer cosas con sentido o invitados a no hacerlas (la película nunca está al acecho de ninguna “poesía del lenguaje”, por mínima que sea, de los “iluminados”). Las palabras son suyas y ellos son ellos mismos. Cuando habla Michel, sus palabras le constituyen como persona, y otros, a su lado, no pueden decir tanto, pero cada vez, es bello, de una belleza primordial porque, una vez más, es la presencia de cada uno la que consigue afirmarse en sus palabras. Cuando Nicolas Philibert abre la comunicación durante el rodaje, siempre es para alcanzar esta presencia, tan voluble. Así, en esta extraordinaria escena en que trae al presente a la chica que, frente a él, se ha callado de repente, como atrapada por la locura familiar, trayéndola a sus propias palabras a través de las suyas. El dirigirse al otro, aquí, tiene vocación de dirección, de localización y de denominación posible. No estamos hablando de la vocación de un terapeuta que se expresa, sino de la de un cineasta cuyo proyecto es hacernos escuchar, de película en película, otro tipo de lenguaje. El de los signos en  El País de los sordos, el de las palabras arrancadas al silencio en este país de locos. La fuerza de Nicolas Philibert consiste en no creer que el documental necesita de la palabra (sobre todo de la buena palabra), sino que va hacia ella, hacia una palabra que no es la nuestra y que dice lo que no sabemos ver.

Por una milagrosa casualidad, en la que hay que reconocer la necesidad que lleva a que se cumplan los deseos más fuertes, Nicolas Philibert encuentra en La Borde su propio proyecto de cine a pie de obra. Ese verano, en el parque de la clínica, como cada año, se está montando una obra de teatro, Opereta de Witold Gombrowicz, una maravillosa fantasía a la que todo el mundo está invitado a participar. Nicolas Philibert, al filmar los ensayos y una parte de la representación, se ha encontrado en pleno corazón de este trabajo de la representación, que es siempre el reto de su quehacer de cineasta. Apropiarse de un texto, articular sus palabras, estar atento a la réplica, sincronizar los gestos con el ritmo de la música para golpear un tamboril, todo lleva, en ese esfuerzo colectivo, a la inscripción de cada uno en el presente, al dominio del momento en el que, como se dice en el teatro, le toca entrar a uno. Lo más hermoso es que esta presencia, que aleja el espectro de la locura hasta el punto de que muchas veces no se distinguen los pacientes del personal sanitario, todavía se puede jugar con ella, arriesgarla a esta libertad de la imaginación en la que se une con el otro, el personaje de ficción como el que disfruta del espectáculo.  Nicolas Philibert lo filma como un placer vital, yendo más allá de la medida del beneficio terapéutico: Lo de menos también es un día de fiesta y de alegría, poblado de figuras que tienen el poder de ser burlescas sin reírnos de ellas, porque en la risa la mirada de Philibert  retrata al hombre y no a la singular extrañeza de la locura. La obra de Gombrowicz le ayuda mucho – “muy adaptada a La Borde o, si no, muy bien traducida”, como dice Michel. Este texto de espíritu casi surrealista, el cineasta no lo utiliza, sin embargo, como un pretexto para la extravagancia, para el delirio tranquilizador (por marcado como literario, cultural), sino como un eco de su propia investigación del mundo, que hace resonar en el plano del castillo de La Borde esta frase de Opereta que parece la fórmula mágica de todas sus películas: “Cuando las cosas humanas se sienten prisioneras de las palabras, el lenguaje estalla”. Lo de menos  viene detrás de esta explosión y da la medida para la recomposición de la verdad humana a la que apela. Lo más bello que se ha ofrecido al cine desde hace mucho tiempo.

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