Crecer hacia el origen

Esta película es grama. Avanza con obstinación, no se detiene aunque no sabe hacia dónde se dirige ni donde encontrara su final. Halla en cada centímetro del camino una dirección que tomar, quizá la única possible. Cuando sus pasos se detienen, el trayecto recorrido toma una forma inusitada. Como el cauce aparentemente arbitrario de un río, como una planta que crece en multiples direcciones, Regreso a Normandía obedece a una lógica inaprensible, pero tan armoniosa y précisa, al cabo, que no admite explicaciones. Estamos frente a la sabiduría de un cineasta que ha congiado, un vez más, en que la naturaleza del proyecto, su instinto y su memoria, le darán las respuestas que busca. Esta película resistente a cualquier clase de sinopsis es una pesquisa íntima y colectiva, incierta e humana, dispersa y concreta. Un informe de las indigaciones del recuerdo y los efectos del tiempo. Un tumulto de voces, historias y rostros que nos hablan de muerte y violencia, de reminiscencias y filiaciones, pero sobre todo de cine.

El cine come deseo y trasunto de vida. El cine como punto de partida y de llegada. Como vehículo de indagación y revelación personal. La película Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère, ma sœur et mon frère… (René Allio, 1976), que ponía en escena la lúcida memoria confesionnal de un múltiple asesinato acaecido en 1835 en Normandía (memoria que Michel Foucault publica en 1973 acompañada de un estudio del caso), y en cuya realización participó un joven Philibert, es el tronco del que nacen todas las ramificaciones de Regreso a Normandía. En su admirable película, el cineasta infelizmente olvidado, René Allio, empleó a campesinos de la región en la que 140 años atrás Pierre Rivière había cometido sus crímenes para interpretar a los protagonistas del film ; no-actores que ocuparon la piel del asesino, de su familia degollada, de los vecinos y testigos de la masacre (« y así devolverles su historia », commenta Philibert). Transcurridos más de treinta años, y con los recuerdos de aquella experiencia llamando insistentemente a su puerta, el autor de Un animal, des animaux (1994) – film en el que había mostrado ya los hilos que le ligan a su maestro Allio – regresa a los lugares y las personas con las que compartió aquella intensa aventura formativa. Mediante un estricto ejamplo de « arte termina » (o « musgo », a decir de Manny Farber), que encuentra mayor mérito al renunciar a la « cultura del oropel » a la que podría haberse entregado su autor tras la repercusión internacional de Ser y tener (Etre et avoir, 2002), el film va revelando las transformaciones de la experiencia fílmica, los rastros biográficos que ha dejado, lo que el tiempo ha hecho con las personas.

Si José Luis Guerín viajo con Innisfree al lugar de rodaje de El hombre tranquilo (The Quiet man, John Ford, 1952) para convocar a loas fantasmas alumbrados por uno de los padres del cine, Nicolas Philibert (que asegura no conocer el film de Guerín) regresa al lugar del doble crimen (el de Pierre Rivière en 1835 y el que escenificó René Allio en 1975) para convocar a otras tantas figuras paternales : la de su mentor artístico, la del padre de Pierre Rivière (móvil de los homicidios) y, en el hermoso final, la de su padre desaparecido. Si el perturbado asesino Rivière sintió la necesidad de explicar con detalle las circunstancias que le llevaron a cometer el crimen, Philibert tambien siente la necesidad de tirar del hilo de sus recuerdos y perseguir las metamorfosis que ha operado el tiempo, de manera que pronto su película trasciende los metodos y formas de un making-of en retrospectiva para aterrizar con su camara en otros relatos y formas de vida, con testimonios, documentos, paisajes y secuencias que van cristalizando el discurrir casi onírico de su pensamiento (un « diagrama arbóreo », ha convenido en llamarlo el propio Philibert), evocando conexiones que pertenecen al subconsciente y se enriquecen entre sí. Así, la lógica del director transita de una granja de cerdos a la prisión donde se ahorcó el asesino, del degüello de un porcino al cementerio de la familia Rivière. De modo insólito en su filmografía, Philibert se coloca en un primer plano, nos conduce a través de entrevistas (no de forma casual, la primera es al campesino que interpretó al padre del homicida), archivos, granjas, salas de juicio, fábriquas de sidray laboratorios de celuloide (la revolución digital también tiene su espacio) hasta el enuentro inesperado con Claude Hébert, quien interpretara al fratricida en el film de Allio. En su paciente observación ha regresado una y otra vez a los mismos lugares, ha tenido que detenerse y casi claudicar en su empeño, hasta dar finalmente con la visión espectral que diera sentido a su viaje.

La distancia, acaso como en todo documental, es por tanto un tema mayor de Regreso a Normandía. La distancia que un cineasta establece con las personas que filma, pero por encima de todo la que establece consigo mismo. Es la primera vez que el autor de La Ciudad Louvre (La Ville Louvre, 1990) y de El país de los sordos (Le pays des sourds, 1992) relata en off los itinerarios de su búsqueda (el film pone al descubierto su trazado creativo), porque sólo desde su experiencia y recorrido personal puede nacer la aventura, no muy lejana a una suerte de exorcismo de la memoria. Pero la revelación personal, sin afectaciones, es intuitiva y perspicaz, no parece obeceder al cálculo, no se exhibe como una alfombra que debamos pisar. Por vez primera, también, su ciné escapa de la concentración de un espacio y un tiempo para recorrer múltiples escenarios y dimensiones temporales, abordar así diversas líneas temáticas, hasta el punto de que el espectador no podrá adivinar el recorrido que esta inventando el cineasta. La seducción de su trayecto se perpetúa en las resonancias de la imagen última. Hemos visto cómo la grama, que sólo se cultiva en prados artificiales, se abre paso hasta sus raíces.

Desplazarse hacia arriba