Firmado «cine»

Olivier Séguret / Libération – 4 de marzo de 1993

Movido por la curiosidad hacia El País de los sordos, Nicolas Philibert vuelve con una historia llena de personajes extraños que no hablan, sino que «signan». Una lengua cuya gramática y reglas están muy emparentadas con el lenguaje cinematográfico.

Pocas veces las películas tienen sentido. La de Nicolas Philibert, El País de los sordos, tiene el enorme privilegio de haber descubierto el suyo por el camino, según un hermoso principio de justicia moral que hace que, habiendo emprendido el viaje sin equipaje pero con mucho amor y curiosidad por el país de los que no oyen nada, el cineasta haya regresado rico con una historia extraordinaria. Una historia nada sencilla pero que te engancha, llena de personajes extraños y fuertes, a los que la virtuosidad gestual de su lenguaje confiere una especie de poder oculto.

Todos los adultos hablan y todos los niños aprenden a hablar, pero con signos, siguiendo los códigos de un lenguaje elaborado desde la noche de los tiempos, con un conjunto de gestos vivos, mágicos, de los que apenas captamos unos destellos, por instinto, pero ante los que aquellos que pueden hablar y oír permanecen, la mayor parte de las veces, totalmente herméticos. Sin embargo, nos damos cuenta de que bastaría muy poco por ambas partes para encontrar un punto común, porque lo que salta a la vista de Nicolas Philibert, y a la nuestra con él, desde los primeros pasos de su viaje, su intuición magnífica, es que la lengua de los signos es una lengua amiga del cine y que su gramática y sus reglas pertenecen a un linaje hermano. No sólo porque podamos confiar en los sordos para estar particularmente atentos a las imágenes, sino y sobre todo, como escribe el lingüista William C. Stokoe: «Este lenguaje pasa constantemente de la vista normal al primer plano, después al plano de conjunto y de nuevo al primer plano, exactamente como trabaja un montador de cine… No sólo la disposición de los signos se parece más a una película montada que a una narración escrita, sino que cada «signador» se coloca como una cámara» (1).

Abriendo casi por casualidad este abismo teórico, Philibert sólo se adentra en él con paso medido, con ganas, prudencia y reflexión, sobre todo teniendo en cuenta que todas las hadas del lenguaje cinematográfico pueden ser legítimamente convocadas a este congreso de alto nivel. Uno se imagina, por tanto, que con tales ideas en la cabeza, el realizador ha colocado muy alto el listón de sus ambiciones. Esta visión de la lengua de los signos como metáfora humana y que encarna el cine va a llevarle, de manera natural, a utilizar todos los recursos de que dispone para alimentarla.

Philibert se matricula, por exigencias de la película, en un curso de lengua de signos para principiantes, y allí descubre, en primer lugar, que su profesor, sordo profundo, utiliza como herramienta pedagógica dibujos – similares a un story-board -, destinados a mostrar, en términos de encuadre, el espacio conveniente para la práctica de este lenguaje: «No sólo los signos exigen la mayor precisión posible, sino que no tienen que ser demasiado comedidos o demasiado expansivos, de manera que se inscriban en un espacio que se corresponde, con gran exactitud, al que los cineastas de todo el mundo definen con el nombre de plano americano. Pero también hay signos que conviene ejecutar en primer plano y otros que incluyen incluso movimientos de zoom. »

Siguiendo esta misma idea, hay que señalar la importancia crucial de la luz en la vida de los sordos, la oscuridad o la penumbra les priva de toda posibilidad de expresión. Asimismo, con los sordos, no puede haber ni off, ni fuera de campo, con lo que no existe posibilidad de rodarlos en primer plano o de intercalar planos de corte si no queremos perder el hilo del discurso. Philibert, condenado a inventase nuevos métodos de rodaje para adaptarse a su tema, aprovecha la ocasión para trabajar con el cine como materia prima. Inevitablemente, Philibert tenía que llegar ahí: «Obviamente, una película de este estilo no podía dejar de lado la cuestión del sonido. Era algo inherente al propio tema de la película. Pero, durante mucho tiempo, me equivoqué de camino, obstinándome en querer recrear la manera en que perciben los sonidos los sordos. No funcionaba.  Entonces, decidí poner en práctica ideas más sencillas», tal y como veremos en la película, en su límpida evidencia, en esta película, inaudita, en el sentido propio de la palabra.

Pero, por elevada que sea la naturaleza de su proyecto, Philibert no finge nunca dominarlo. Lo que ofrece es, en cierto sentido, un regalo de agradecimiento acorde al recibimiento que se le ha dado en el país de los sordos. Mejor que construir para sus anfitriones una enésima capillita sociodocumental, les abre a tamaño real la catedral del cine, realizando una película no sobre ellos sino para ellos y para todos, aunque, delicadamente, suele estar subtitulada para ellos. Una película, también, que aprovecha la ocasión del cine para hablar de los sordos y viceversa.  Una película rica en informaciones útiles sobre la cultura de los sordos en la que los que no oyen no se privan de hacer ver a los que oyen algunas de las considerables ventajas de su estado: la universalidad de la comunicación («En dos días, puedo hablar con un sordo chino»): la hiperagudeza visual; la dimensión “sociedad secreta” de esta lengua, por último, que permite hablar sin que se enteren los no sordos aunque estemos delante de sus narices.

Con las manos o con palabras, es el tantán del cine el que tiene que resonar a favor del País de los sordos. También podemos combinar los dos: cruzar los dedos, deseándoles que funcione el boca a boca.

(1) Citado por Olivet Sacks en “Veo una voz: viaje al mundo de los sordos”, Ed. Anagrama.

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